miércoles, julio 05, 2006

La totalidad es lo falso

Por H. A. Murena

Para LA NACIÓN

BUENOS AIRES, 1963

1- EL MUNDO ABIERTO

Dans Ganze ist das Unwahre”, “La totalidad es lo falso”, escribe hacia 1944 Theodor Wiesengrund-Adorno, alterando e invirtiendo la conocida sentencia de Hegel, “Das Wahre ist das Ganze”, “La verdad es la totalidad”, y sintetizando de tal suerte la batalla librada durante cien años por la filosofía occidental contra la petrificación que la invadía. Es historia sabida. El concepto totalizador había cobrado en el sistema hegeliano la rígida autonomía que lo separaba de la realidad y acababa por exigir la más enérgica reacción contraria de lo particular. Si “la totalidad es lo falso”, i.e., el reino donde lo humano queda abandonado, donde la razón como respiración humana se ve sofocada, el espíritu debe retirarse a otra comarca: la subjetividad personal, la particularidad de lo histórico. Existencialismo y marxismo son los nombres que se denomina –no sin grosería- el movimiento con que la razón occidental buscó desembarazarse de “la grotesca melodía pétrea hegeliana” (Marx), para alcanzar otra vez con su luz al hombre, al hombre concreto, sujeto de la historia, al olvidado “hombre que existe en su angustia y desesperación, tal como duerme, come y se limpia la nariz” (Kierdegaard). ¿Qué ha ocurrido hoy con esa luz? La historia más reciente nos muestra, en cuanto al existencialismo, que la zona que éste alumbró como nueva morada ha caído –para emplear la misma terminología existencialista- en la esfera de lo impersonal. Pues ¿qué transmiten hoy en efecto vocablos como “angustia”, “autenticidad”, “cura”, “existencia”? A lo sumo, la certidumbre de que allí donde se los emplea no hay lo que ellos vocean. Vulgarizada por un arte a su vez ya prisionero de la industria cultural de índole estrictamente desvirtuadora, la Weltbild existencialista se propagó a todos los campos de la actividad humana –desde la política internacional hasta la música popular- para negarse y cerrar así ese nivel más profundo en el que había procurado fundar una nueva razón de lo humano. El Dasein, el concepto de ser-ahí con que se quiso mostrar al mismísimo hombre, ya no convoca al hombre: donde esa palabra suena, el hombre no está. El existencialismo ha venido a convertirse en un sistema tan cerrado en sí, tan ajeno a la realidad, como lo era el idealismo de Hegel, al cual el existencialismo se halla en su origen ligado por una negación. Tal es el destino de toda filosofía, sin duda. Pero la velocidad con que el existencialismo ha sido corroído como herramienta del pensar indica la excepcional capacidad reificante del ámbito mundial contemporáneo. Todo aquello que se formula –esto es, que se convierte en espíritu- queda ipso facto muerto. La causa fundamental de ello es la liquidación de lo interior por el totalitarismo de la tecnología que ha desventrado, ha abierto el mundo. Lo que se llama cultura de masas es el cariz que toma la vida humana en este mundo abierto en el que toda concepción nueva es inmediatamente destrozada –trasmutada en mera “novedad”, antítesis de lo nuevo- para adaptarla a un máximo común denominador que no responde a las características de persona alguna, sino al cálculo estadístico de una fuerza tecnológica ahumana y autónoma que, mediante la producción en serie, sustituye el interior del hombre –y, en verdad, también de la naturaleza, del mundo en general- por una exterioridad interiorizada. (Ejemplo a la mano –entre otros, incontables- es el que ahora se escriben anualmente en el mundo millares de libros por la exigencia de material por parte de las máquinas impresoras, no por espontáneo impulso comunicativo de los autores, y tales productos, a su vez, forjan en el público un gusto que origina una demanda que, por su parte, presiona nuevamente sobre las máquinas, que reanudan el ciclo, todo lo cual carece por completo de relación con el origen y las funciones del libro como se entendían hasta el presente.) La tendencia arcaizante del lenguaje de Heidegger, su retirada hacia las raíces de la palabra, su apelación creciente a la multivocidad de la poesía, deben estimarse –sin rechazar sus otros sentidos- como prueba negativa de la capacidad reificante de este mundo abierto: tales características son, en efecto, consecuencias del esfuerzo para eludir el viento petrificador que sopla en la superficie del lenguaje. Mas ese intento para soslayar la reificación por medio del hermetismo se traduce en un notorio deterioro de la inteligibilidad, en un atentado contra la comunicación, y la filosofía existencialista atestigua así, invertidamente, su servidumbre ante el mundo abierto. Al igual que el existencialismo, el marxismo señaló la enajenación que padece el hombre. Aunque si para el existencialismo la alienación es una característica estructural del hombre, la llamada “existencia inauténtica”, que acompaña a los momentos de autenticidad, pero que no es inferior ni superior a éstos, ni una etapa histórica que pueda superarse, para el marxismo la enajenación es un estado de corrupción pasajero, del cual el hombre debe ser históricamente sobreseído en forma definitiva y total, a fin de que regrese a su vida humana. Esta concepción militante alcanza su fórmula más concisa y más repetida en la frase del propio Marx: “Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de diversos modos; de lo que se trata es de transformarlo”. El sino del marxismo como filosofía se hallaba por completo implícito en ese programa. Pues no se lee en él sólo el revolucionario rechazo de la filosofía como délfico camino para la reforma de sí mismo a través del conocimiento y la sustitución de tal camino por el empeño de reformar el mundo. A pesar de lo certero que en ese programa hay como crítica de la filosofía petrificada, a pesar de su potencia como esperanza social, ese programa declara la voluntad de acabar con la filosofía. El marxismo manifiesta, en efecto, el deseo de terminar con el ámbito de la reflexión, de convertirlo todo en acción: esto es, no comprende ya la posibilidad de la vida humana, que es vida con la distancia que instaura la reflexión, la concibe como la animalesca contigüidad incesante de la acción. No hay nada de extraño, pues, en lo acontecido tras la aplicación del marxismo en las comunidades a las que se lo aplicó. Si su programa para renovar la filosofía expresaba que la única manera de evitar la petrificación de la filosofía reside en liquidar la filosofía, resulta coherente que su estatuto para poner fin a la alienación social se traduzca en un disciplina que prohibe a las criaturas la interioridad y las obliga a una inhumana exterioridad, a una sujeción total a lo público que es más alienante que los sistemas que el marxismo reemplazó. Antítesis del existencialismo, que se entiesa en la negación de lo público, el marxismo, que se endurece en la entrega total a lo público, concluye, al igual que el existencialismo, como testimonio de que es imposible evitar la reificación de la filosofía. Hoy no sólo “la totalidad es lo falso”, sino que también es falso “lo particular”. Pues lo particular desapareció. ¿Dónde está entonces la verdad hoy? O sea, ¿dónde se refugia el espíritu? O: ¿cómo continúa la vida humana? ¿Qué es lo no reificado?

2- DIMENSIÓN DE LO HABITUAL

Un hombre está en un bar, sentado junto a una mesa; con una mano hace girar una cucharita en un pocillo, pero no atiende a esa tarea; en la otra mano tiene un cigarrillo encendido; se halla en el centro del salón, y en las otras mesas hay gentes, pero no las mira; mira hacia la calle; por la calle pasan gentes, coches, pero el hombre no los ve. Está como en un ensueño, aunque no piensa ni imagina nada. Su espíritu está fugado, ausente de todo: en éxtasis en una exterioridad insignificante. Fuma, bebe un sorbo de café, vuelve a hacer girar la cucharita en el pocillo, pero mecánicamente, sin darse a esas actividades. Sus ojos miran la calle, pero él tampoco se da al mirar. Está viviendo lo habitual, aquello que es para él lo más común, lo que forma la trama primordial de su existencia, aquello que conoce tanto, que da hasta tal punto por descontado, que lo deja en aparente libertad. De pronto, sin embargo, algo cambia en este hombre, deja de hacer lo que hacía, movimientos de la cucharita, fumar, etc. Sobre todo ha perdido la expresión de ensueño. Ahora mira concreta y rápidamente la taza, su mano, las gentes de las otras mesas. Parece que percibiese por primera vez la existencia de todo ello y que esto le causase desazón, repugnancia. Tras unos instantes, el hombre toma su periódico, lo despliega y hunde la cabeza en él. ¿Qué ha ocurrido? Ha ocurrido que un hombre vivía lo habitual. Por una causa cualquiera cobró súbita conciencia de lo habitual de su vida. Cuando la conciencia irrumpe, lo habitual se dispersa, porque lo habitual es un éxtasis en el que todo transcurre como si no pasara nada. El descubrimiento de que en la propia vida “no pasa nada” es ya “algo”, algo que exorciza el éxtasis: la conciencia de lo habitual de nuestro existir no es ya lo habitual, sino que es el aburrimiento apenas tolerable porque nos habla de la apariencia estancada de nuestra vida, de su proximidad a la muerte. Y la sumersión en la “lectura” de un periódico significa el intento de retornar a lo habitual, puesto que el periódico, donde toda novedad se transforma en consabida es el campo de lo habitual por excelencia. Trátase éste de un ejemplo entre millones, pues lo habitual –como su nombre lo indica- es lo más frecuente en la vida de todos, abarca todas las actividades, se cumple a toda hora. Y así este ejemplo exhibe algunos rasgos invariables del vivir lo habitual. En primer término, el de que es un éxtasis, o sea la disipación del sujeto y también del mundo, pero no en una realidad extramundana y superior al sujeto –como en el éxtasis religioso-, sino en un realidad intramundana que se caracteriza por haber perdido la significación para el sujeto. Además, ese éxtasis comporta una libertad para el sujeto, aunque una libertad negativa, pues se logra huyendo del obstáculo y no superándolo. En tercer término, el éxtasis exige la exclusión de la conciencia, exclusión que es la verdadera llave de entrada al reino de lo habitual. Así, si lo habitual se está cumpliendo en el nivel del pensar, el sujeto piensa las normas archisabidas que aprendió una vez, normas en las que puede pensar sin pensar, y no cobra conciencia de que las piensa, no llega en verdad al pensar real, que consiste en quebrar y superar las normas previas. Lo habitual es aquello que no se deja sorprender por la conciencia: allí donde aparece la luz de ésta, lo habitual escapa, cobra nueva forma. Lo habitual es lo informulable. Y puesto que elude toda formulación, no se reifica, no se petrifica jamás. Cada vez que la filosofía cree haberlo apresado en sus categorías, sólo retiene una piel ya muerta que lo habitual abandonó al huir. Tal es lo que aconteció al petrificarse la categoría de “lo vivido inauténtico” con que Heidegger intentó racionalizar lo habitual. Y la misma ilusión –producto de una completa incomprensión de la naturaleza de lo habitual- se posesiona de la critique de la vie quotidienne con la que Henri Lefebvre, desde un punto de vista marxista, procura estatuir la “reine Vernunft” de lo cotidiano. Si lo habitual, por ser en esencia insignificante, carece de razón, ¿cómo se puede establecer su “razón pura”? Ambiguo, situado más allá de lo verdadero y lo falso, fluctuante, negando en sí constantemente una afirmación que nunca es, lo habitual es lo que siempre prosigue en el mundo histórico, a pesar de las catástrofes, de los interregnos, las petrificaciones. Por ello, por esa vitalidad suprema, lo habitual constituye la catacumba donde in extremis se ampara la chispa de lo humano. Ahí, en la negativa libertad de ese éxtasis sin sentido, se refugia hoy el espíritu, transformado en su propia sombra.

3- LA SOMBRA DE LO INSÓLITO

El espíritu transformado en su sombra ¿qué es? ¿Señala la perífrasis acaso la reemergencia de lo animal o el predominio de lo mecánico en el hombre? La sombra del espíritu no es lo material ni lo automático –modos del mundo del instinto o la fisiología-, sino precisamente lo no-espiritual: esto es, la zona relacionada con el espíritu, relacionada en forma negativa, aunque no en oposición a él. Aseméjase a la sombra física de un cuerpo en movimiento, que depende del cuerpo y, sin ser éste, constituye la presencia de la ausencia del cuerpo, declara que el cuerpo acaba de estar allí donde ella está. Lo habitual, por ejemplo, es la zona del hombre en que yacen las infinitas nociones, cada una de las cuales significó una vez el esfuerzo –la presencia- del espíritu para adueñarse de la realidad. Es todo aquello que aprendimos –desde los movimientos para poner en marcha una máquina o la morfología de un idioma o la reacción ante estímulos diversos, hasta la concepción de Dios-, aquello que damos por descontado, lo que no sólo no nos produce ya ningún estremecimiento, sino que además nos protege del estremecimiento. Lo habitual constituye el paralelo anímico de lo que es la respiración pulmonar en el orden físico: al igual que la respiración, lo practicamos con la despreocupación reservada a los actos que no exigen la intervención de la conciencia (por el contrario, ésta los perturba hasta volverlos imposibles), pero de los cuales depende la vida. La diferencia entre los movimientos de la respiración y los de la práctica de lo habitual reside en que por éstos pasó una vez el espíritu. Aunque desde el punto de vista del espíritu los movimientos de lo habitual representan lo residual, lo estancado, lo rechazado. Sin embargo, si se observa la función que desempeña lo habitual en el orden del pensar, e.g., se comprenderá que no tiene un cariz tan definidamente negativo, que es, por el contrario, ambiguo. Pues si bien el pensar habitual consiste en una suerte de no pensar, en la aplicación de ideas y concepciones que en un momento fueron vivencias pero que ahora juegan, diríase, como reflejos condicionados, el surgimiento de toda idea nueva, de la concepción distinta que regirá la vida, irrumpe como súbita percepción de la inanidad del pensar habitual y puede irrumpir, lanzar el pensamiento –y con ello la vida- al nuevo nivel, porque se apoya en la altura alcanzada por el pensar habitual previo. Lo habitual –en el pensar y fuera de éste- es lo que sostiene la existencia y, a la vez, lo que torna posible lo insólito. Porque lo habitual fue lo insólito, es la sombra de lo insólito que pasó: por tal sombra se hará patente la luz de lo insólito que vendrá. Sede del espíritu que fue y condición del espíritu que será, en el presente lo habitual no es empero más que un crepúsculo del espíritu. Y que el espíritu se refugie en lo potencial indica que su cumplimiento pleno le está vedado.

4- HACIA LA SOCIEDAD TOTALIZADA

Se sabe que los gobiernos totalitarios imponen a sus súbditos grados variables de censura en cuanto al pensar y su expresión: tales gobiernos buscan igualar la opinión pública en sentido favorable a ellos. Así un pueblo cuya expresión está en alguna medida nulificada por la igualación de una censura declara que sobre él se cierne un poder totalitario. ¿Cuál es entonces el poder que presiona hoy sobre la humanidad hasta lograr que la vida que piensa, i. e., la vida humana, se retraiga a la nulificación de lo habitual? Ese poder consiste en una sociedad que marcha rumbo a una totalización tal que ya no necesitará ser totalitaria: la ceguera para este fenómeno por mil razones capital de nuestro tiempo es lo que permite a tantos continuar preocupándose vanamente por el problema del totalitarismo. Semejante totalización se cumple por medio de la propagación de lo habitual en una sociedad que va siendo progresivamente abierta, privada de la interioridad, convertida en pura exterioridad por la tecnología. La tecnología ejecuta los primeros y decisivos pasos de habitualización al implantar la rutina, pues la rutina, ese cerrado clima donde “nunca pasa nada”, ese mundo del eterno déja vu, donde no puede haber nada nuevo, constituye la esencia misma de lo habitual. El orden de la rutina es impuesto por la tecnología en nombre de las exigencias de su desencadenado desarrollo autónomo actual, pero sobre todo en nombre de las severas condiciones que por causas vitales reclama el presente a la producción, el consumo y la competencia: si la supervivencia depende de la marcha de máquinas y sistemas progresivamente más complejos, no se pueden tolerar los impulsos individuales ni las decisiones personales, salvo en su subordinación completa a los sistemas. Tal orden es un ojo luminoso que abarcará poco a poco la sociedad entera eliminando (con “las mejores intenciones”, para instaurar “el estado del bienestar” general) las zonas de desorden, “oscuras”, en que se desarrollaba la “iniciativa privada” (por lo demás, ya escasamente “privada”, debido a su sujeción a todo tipo de fiscalizaciones): la rutina, al impedir los movimientos espontáneos, somete a los miembros de la sociedad a lo habitual externo. Pero el orden de la rutina, puesto que liquida los sectores autónomos o “sordos” de la sociedad, instaura entre los miembros de ésta un grado de comunicación, un horizonte de comunicación, sin precedentes, el cual, al vincular en forma virtual y compulsiva a todos con todos –a diferencia de las comunicaciones conocidas con anterioridad, en las que predominaba el matiz voluntario y selectivo, consolida la sociedad de masas. En tal ámbito los mass media communications, con el fin declarado de combatir lo habitual de la rutina del trabajo, saturan de habitual los intersticios que deja libres la rutina del trabajo. El más antiguo de dichos medios de comunicación de masas es el periódico cuya lectura constituye –Hegel dixit- “la oración matutina del burgués”. El periódico forzado a presentar incesantemente novedades, exagera lo trivial, lo consabido, el hecho policial, hasta prestarle aires de extraordinario e importante. Ello hace que lo nuevo y decisivo, cuando eventualmente irrumpe, quede colocado en el nivel del hecho policial: el periódico, por su misma cotidianeidad –puesto que lo insólito no sobreviene con regularidad periódica-, es un vehículo de lo cotidiano, dice cada día a su lector que todo es habitual, que nunca ocurre de verdad nada, aunque lo diga siempre con titulares llamativos por su tamaño. Por otro lado, los millones de personas que a cada minuto encienden su aparato radiotelefónico y se marchan en seguida al cuarto contiguo o se desentienden de cualquier modo de él, brindan la definición más estricta de la esencia de la transmisión radiotelefónica: rutina. “Nadie” habla en verdad por radio y “nadie” espera que alguien hable. Se trata sólo de mantener el hábito de ese sonido continuo en el que se mezclan un acorde musical, un tono de voz, que reaparecerán –según normas estadísticas- dentro de un día, una semana, un mes. Y en cuanto a la televisión, si bien por la característica de expresarse mediante imágenes parecería exigir en realidad una mayor atención a su público, actúa en realidad induciendo a la máxima desatención. Pues permite a sus clientes participar de los infinitos acontecimientos que comunica en carácter de espectadores y no ya como los actores que antaño hubieran podido ser: el hombre que mira la televisión puede alentar la ilusión de que posee el mundo entero, pero lo posee bajo la forma de imagen, o sea en forma tan irreal como enriquecimiento de su experiencia como es casi inexistente su esfuerzo para asimilar el mundo de tal modo. La circunstancia de que el mundo se ofrezca como imágenes hace, por lo demás, que se instaure una contigüidad en la que la partida de boxeo aparece junto al análisis de los más elevados problemas religiosos, por ejemplo. Y tal sucesión –que iguala no sólo por contigüidad, sino también por la obra homologante del medio chato de la imagen- no tiene por consecuencia, como quieren hay mentirse muchos, encender la preocupación por el problema religioso en la mente proclive a las partidas de box, sino hacer descender el problema religioso al nivel de un espectáculo igual a las partidas de box, acaso un poco más tedioso. De tal suerte, los mass media communications convierten progresivamente en espectáculo público, en exterioridad consabida, incluso aquello que no puede sobrevivir fuera del ámbito de la irrepetible interioridad humana. Y en forma simultánea, con el supuesto fin de divertir respecto al déja vu externo, inyectan el déja vu interno: los medios de comunicación de masas, al comunicar clisés, comunican que no hay nada para comunicar, insinúan que el espíritu concluyó. Fatigado así el sentido de la comunicación, también sus medios más complejos y altos –la cultura y el arte humanísitico, que se oponen a la cultura de masas- se encorvan ante lo cotidiano. En efecto, esa vasta corriente poética que se funda en lo coloquial y lo prosaico, ese teatro que despliega como bajo una lente de aumento el absurdo no-acontecer de cada día, ese nouveau roman que se extravía como una cámara de televisión en repetir el mundo y que ha desterrado de su camino al héroe –lo insólito, pero también lo novelesco por excelencia-, ¿qué significan sino el rebajarse de la cultura a una tarea de reiteración en la que abdica de su función creadora ante la tiranía de lo habitual? Y esa música aleatoria en la que el ejecutante puede combinar según su capricho las frases de la “partitura” y mezclarlas incluso con bandas de sonidos registradas en las calles, ¿no confiesa –aunque sea involuntariamente, bajo mil razones técnicas y culturales- que se dirige al fin a un oído destrozado, incapaz de atención real, a un público que –aunque no lo sepa porque es primordialmente snob- aguarda también en ese nivel el caos al que lo habituó la radiofonía? Y esa pintura que tras el revolucionario gesto de haber renunciado a la diversión ya no inspirada, casi mecánica, del mismo movimiento una vez revolucionario, ¿no lanza hacia quien tenga ojos para ver la mala nueva de que la revolución que constituye el motor de la cultura se ha tornado hoy imposible? Así lo habitual traspasa por doquier los tiempos en que vivimos.

5- UNA FUERZA ANTIHISTÓRICA

Esta humanidad entregada a lo habitual, esta humanidad reducida progresivamente a lo consabido –paradójicamente, en un mundo lleno como nunca de “novedades”-, esta humanidad que aspira y espira cotidianeidad, esta humanidad que ha renunciado a la acción o la idea extraordinarias –o que no puede permitírselas- y que cuando incurre en ellas se apresura a disfrazarlas de comunes y vulgares, en suma, esta humanidad que sabe –consciente o inconscientemente- que la norma consiste en suspender la tarea de creación espiritual, ¿qué significa? Para preguntarlo de otro modo: ¿cuál es la relación entre lo habitual y el mundo abierto? Si los gestos espirituales acusados en rechazo o aceptación de este mundo nuestro –que, por estar despojado de interioridad, disgrega y deshace todo lo que no es público- corren la misma fortuna de quedar petrificados por el viento de lo público, los movimientos de lo habitual no se entiesan ni se entregan ante el mundo abierto, sino que, por así decirlo, lo “trascienden”. Pues lo habitual, dado que ofrece la misma apariencia que lo público, atraviesa inadvertido lo público, sin librar combate. Pero lo habitual se diferencia de lo público porque en su hacerse alienta, en potencia, el espíritu. Así lo habitual prolonga el espíritu en un ámbito radicalmente adverso. O sea que el combate que libra es de otra especie. El ampararse en lo habitual es, en efecto, índice de la percepción por parte de la humanidad de que ante la opresión creciente de una sociedad totalizada cualquier rebelión definida –en los hechos o en las ideas- está condenada de antemano a la derrota por la simple razón de que se hallará sola ante un enemigo que ni siquiera alcanzará a individualizar porque el enemigo es todo. A esta luz debe considerarse el de otro modo desolador espectáculo de los últimos lustros –más impresionante ahora cada año- en que se ha presenciado la frustración de los impulsos encaminados a una liberación más honda y general de los hombres, el enervamiento de esa esperanza de íntima mejora que era militante a principios de siglo y el crecer final en el mundo entero de una suerte de lava tibia y destructora que confunde y empaña todo hasta engendrar paralizante indiferencia. La verdad es que quien hoy grita no sabe siquiera dónde se disputa la batalla de al que imagina ser protagonista. Pero lo habitual posee tremenda fuerza corrosiva. Ignorado siempre por la historia, que –por ser lo cotidiano inaprehensible, opaco, igual- no puede registrarlo y que, en consecuencia, se limita a consignar las res gestae, las hazañas, lo habitual no sólo constituye la trama que permite el trazado de los dibujos extraordinarios, sino que además puede cumplir la gesta inversa de gastar y demoler todo lo que se eleva por encima de su nivel cero. Pues, adverso por su parte a la historia –que es lo diferenciado por excelencia-, lo habitual se opone a todo valor, a toda construcción, no hay poder bueno o malo capaz de resistir a su indiferencia, a su versatilidad, a esa falsa pasividad que engendra en las fuerzas que suponen dominarlo el sopor del que despiertan disgregadas: si se busca bien, es siempre lo habitual y no un hombre lo que acaba con el tirano. Así, al poder ubicuo de la sociedad totalizada hacia la que inexorablemente marchamos, la humanidad responde empuñando la contrafuerza fatal de una cotidianización sin paralelo. El liberalismo y el marxismo, herederos directos de un iluminismo que constituyó la cifra del mayor entusiasmo depositado por el hombre en la historia, han terminado por concitar la corriente antihistórica más generalizada que se conozca. Pero descubrir que la cotidianización contemporánea significa lucha por una libertad de dimensión nueva no debe conducir a ensalzar la cotidianización. Son hoy mayoría los que se refieren a sus síntomas como a un beneficio; no dejarían de sorprenderse si se los comparase con enfermos que festejan la persistencia de sus pústulas: sin embargo, son iguales a ellos.

6- LO MÍSTICO

Cuando en su tarea el trabajador alcanza lo habitual, elude toda alienación. El producto excepcionalmente bueno o malo esclaviza al trabajador a su tarea. En la tarea cumplida en la ensoñación de lo habitual, el trabajador y el trabajo desaparecen, queda sólo el producto medio, con ciertas deficiencias, pero útil para su fin en un reino de la utilidad. Así se explica la mediocridad creciente de la producción contemporánea –industrial y artística-, no sólo por el espíritu de producción en serie, sino también porque la presión de la tecnología obliga al trabajador a refugiarse en la cotidianización de su tarea y porque entrona lo útil con tanta energía que todo otro valor –belleza, perfección, originalidad, etc.- queda descartado. Sin embargo, este trabajador que “trasciende” su trabajo no puede ser explotado económicamente por el capitalismo, pues en verdad no se da a sí mismo en la tarea, ni alienado en sus esperanzas por el marxismo, pues mediante el éxtasis en lo cotidiano elude la compulsión social. Lo habitual es entonces en cierto modo una redención. ¿En qué sentido? Dice Ludwig Wittgenstein en su Tractatus: “Hay ciertamente lo inexpresable. Ello se muestra a sí mismo: es lo místico”. Y añade más adelante: “De aquello de lo que no se puede hablar, es mejor callarse”. Lo cotidiano, sintomáticamente, responde a esas dos caracterizaciones. Su modo de existencia reside en el mostrarse, puesto que –al emerger como forma que se petrifica- se da en lo público, tanto en la exterioridad como en lo interno de las criaturas. Por otro lado, es “inexpresable”, es “aquello de lo que no se puede hablar”, porque no bien la conciencia se vuelve hacia lo habitual para determinarlo, lo habitual se dispersa, cobra apariencia nueva. Además de mostrarse, parecería, sin embargo, que lo habitual es en extremo locuaz. Y habla, en efecto, a través del rumor de la calle, de los innumerables gestos con que se mueve el mundo de los hombres maquinales, de los mass media, de esa proliferación de sindicatos de trabajadores y sus gestiones, que marcan la agonía del sindicalismo, del arte que se repite sin cesar, etc. Pero este hablar de lo cotidiano constituye una fabulosa tautología, no dice nada, es en verdad un gran callar: el callar del espíritu sobre aquello de lo que no se puede hablar. ¿Es lo habitual, por consiguiente, lo místico? Lo místico, no: pero es una forma de mística. Aunque una forma de mística que constituye justamente lo contrario de la mística “ortodoxa”, una mística invertida, por así decirlo, una mística negra. Pues si las etapas de la mística positiva se viven con todas las potencias del alma en la mayor tensión hacia Dios, los pasos de la mística de lo habitual se cumplen a condición de que impere en el sujeto la mayor dispersión, se viven con el estado de ánimo del divertissement pascaliano, que es precisamente la antítesis de la mística. Cuando se vive lo habitual, empero, se deja de ser lo que se es, se es todos –porque lo cotidiano es igual, común- y nadie: tal como las vivencias de la mística positiva, las de esta mística negra se distinguen por un eclipse del sujeto natural. Pero mientras el sujeto creciente de las experiencias místicas positivas es Dios, el sujeto de la mística de lo cotidiano, lo que en cada cual obra como sujeto cuando vive lo habitual, es la ausencia de Dios, la falta de ese espíritu a través del cual Dios puede tornarse patente. Lo que trasciende en lo habitual es la incapacidad de trascender, la ausencia de trascendencia: no la antitrascendencia, sino la intrascendencia, la necesidad de trascendencia que se cumple como fracaso del trascender. Pues cumple como fracaso del trascender. Pues en lo habitual no se entrega ni se recibe nada: imperio de lo consabido, en él cada uno reproduce lo que ya todos saben o tienen. Es la opaca, insustancial, opresiva vida contemporánea en la que bajo la apariencia de la vociferante novedad se repite siempre lo mismo, la incapacidad de expresar algo nuevo, es la vida contemporánea que se vive como si las criaturas no poseyesen un alma que necesita hablar y oír, respirar, en suma, una vida que se ha tornado triste por irrealidad, porque quienes la viven no creen tener esa alma que es lo único capaz de prestar la intensidad de lo real a la vida: es, así, la noche oscura del alma. Y, por cierto, quien quiera leer la Noche oscura del santo Juan de la Cruz hallará en ella una descripción acabada de todos los matices, de todos los extravíos, de todas las caídas de la gran tiniebla en la que comienza a sumergirse la sociedad humana. Son las catacumbas a las que el espíritu se ha visto forzado. La enorme diferencia en cuanto al camino descripto por el santo parecería radicar en que la humanidad actual lo recorre en forma inversa, no en una búsqueda de Dios, sino en una fuga de Dios. Pero Dios espera al hombre por doquier. Y lo habitual, que es muerte del espíritu y que con su expansión torna mortecina la vida presente, es también vida. Pues lo habitual de hoy, cuando lo padezcamos hasta la agonía, será la fuente de lo que habrá de surgir el espíritu futuro. Reducto último de la vida espiritual, lo cotidiano lleva en su seno a Dios, el dador de la vida. Así como la respiración física indica que la vida orgánica persiste en los grandes embates en que otras funciones más nobles –los sentidos, la capacidad de marcha, el habla- se han eclipsado, lo cotidiano declara que, aunque otras funciones espirituales más altas estén afectadas, el espíritu pervive. Lo cotidiano cumple la misión de portar la luz a través del elemento adverso hasta lugar seguro: es índice de la obstinación de la vida humana por continuar allende todo abismo. Signo de la noche del espíritu, lo habitual es a la vez esperanza de que el espíritu despierte y alumbre el cielo de una nueva aurora.

lunes, julio 03, 2006

Herrschaft

Por H. A. Murena

Para LA NACIÓN

BUENOS AIRES, 1971

La noción de dominio (Herrschaft), que marca a una íntegra tendencia del pensar contemporáneo, refleja la preocupación del individuo ante la amenaza del creciente poder malo de la sociedad. Designa a los poderes públicos y privados que manejan a las comunidades y fue concebida por Max Weber, “el Marx de la burguesía”, quien se atormentaba ante la perspectiva de una sociedad tan absolutamente administrada que constituyese para las criaturas la desdicha radical. Weber entendía que, dentro del proceso de racionalización y burocratización que la tecnocracia impulsa en forma irreversible, el capitalismo representa un estadio definitivo, que abarca incluso al socialismo, pues el único efecto que éste lograría sería llevar al extremo la burocratización.

Dominio, manipulación, administración total de la sociedad, son nociones weberianas que toma la escuela de Frankfort, compuesta hacia 1920-30 por pensadores ligados al Institut für Sozialforschung de esa ciudad: Horkheimer, Fromm, Adorno, Benjamin, Marcuse y otros que se les vinculan, Bloch, Lukács, etcétera. Toman las concepciones weberianas, pero para usarlas según una visión hegeliano-marxista. No se resignan al fatalismo de Weber en cuanto al crecimiento inexorable del dominio malo y proceden a la crítica de la sociedad para procurar encaminarla –dentro de los preceptos del secular iluminismo al que prolongan- hacia su forma justa.

Pensadores de origen judío –como lo era en alta medida la cultura alemana de la época-, se observa en ellos un trasfondo mesiánico, una irrepimible tendencia a la utopía. Ejemplos notorios son tanto las apelaciones a la mística judía de Benjamin, como el utopismo de Marcuse, el Bloch de Prinzip Hoffnung (Principio esperanza), cuya tesis fundamental dice que el marxismo es el único camino para realizar las premisas religiosas, o el de Thomas Münzer als Theologue der Revolution (Thomas Münzer como teólogo de la revolución), en el que analiza al herético del siglo XVI que intentó que la promesa se cumpliese no en el Cielo sino en la Tierra. Se trata de un mesianismo que ha renunciado a la trascendencia, un mesianismo invertido en la misma dirección en que Marx invirtió a Hegel.

Coherentemente, la dialéctica hegeliano-marxista ha parecido a estos autores la única garantía contra los extravíos a que pudiera conducirlos el impulso mesiánico. Sin embargo, el sentido en que la escuela de Frankfort –especialmente Adorno, Horkheimer y, con mucho menos rigor, Marcuse- ha interpretado dicha dialéctica es muy singular y le ha valido el nombre de escuela de pensamiento negativo. El pensamiento negativo, abocado a la crítica del dominio que perpetúa la injusticia, rechaza no sólo los rasgos francamente negativos de tal dominio, sino también la pretensión de los rasgos positivos, que no hacen más que encubrir la negatividad que encierran: tan falsa es la libertad que el capitalismo proclama en un sistema económicamente predeterminado por completo como inicuo el socialismo en una comunidad en la que las concepciones rectas se hallan al servicio de un tirano. El pensamiento negativo critica la totalidad de lo existente, en una actitud dialéctica en la que reaparece el mesianismo inicial: toda ciudad es perfeccionable y rechazable porque ninguna ciudad es la Ciudad de Dios.

El pensamiento negativo corresponde a las postrimerías. Hasta Hegel, la razón, apoyada en un absoluto ultramundo, puede construir un sistema que refleje una imagen del mundo. Independizada de lo absoluto, la razón se empobrece al convertirse en su propia esencia: el pensar negativo, dialéctica cuyos momentos se van negando sistemáticamente uno a otro y que, en procura de lo verdaderamente racional, acaba por instaurar la irracionalidad de la negación total del mundo. El estilo literario de Adorno y Horkheimer ofrece prueba de lo mismo: quien lea Zum Begriff des Menschen (Sobre el concepto del hombre) advertirá que Horkheimer, en sus intentos pesadamente pedagógicos, recae en el idealismo y en la nostalgia y no logra su objetivo, mientras que si hojea Minima Moralia, de Adorno, comprobará que éste, ciñéndose casi al aforismo, da el ritmo de la razón acosada y salvaje, que no tiene por amigo ni siquiera a la fugaz verdad.

La incapacidad del capitalismo para eludir la irracionalidad de esa sociedad brutalmente racionalizada hacia la que se encamina iguala a la incapacidad del socialismo –que prometía eludir el error liberal- para superar la irracionalidad de la tiranía con que debe imponerse. El pensamiento negativo proclama la irracionalidad del mundo en que alienta. Pensamiento del fin, en él la razón vuelve a lo que fue en el origen: terror, terror a la disolución de la persona en un mundo aún no humano, terror ahora ante la misma amenaza que esgrime la barbarie de la supercivilización.

El pensamiento negativo deja sin embargo la enseñanza de que hay que estar en permanente atención a lo mejor posible, que sólo se percibe superando la mortal hipnosis que ejerce lo existente.