viernes, junio 30, 2006

Frisson Nouveau

Por H. A. Murena

Para LA NACIÓN

BUENOS AIRES, 1970[1]

A pesar de que sus contemporáneos lo acusaron de practicar “una política de Polichinela” y de cosas menos repetibles y de que él pareció darles razón al abdicar en 1918, había un campo en el que el kaiser Guillermo II poseía ideas claras y certeras: la literatura. No sé si ese hombre extravagante alguna vez soñó siquiera en practicarla; conozco lo que dijo –según uno de sus biógrafos- a su secretario: “Sí, mis cartas puede escribirlas usted, pero los adjetivos los pongo yo”. Los adjetivos, en ellos reside todo.

Baudelaire, poeta de escasos recursos expresivos e inspiración no rica en exceso, tenía sin embargo una mirada intensa. Tomó los mismos temas, los mismos “sustantivos”, que sus contemporáneos románticos, parnasianos: el arte, lo demoníaco, lo exótico, el amor, las perversiones, etcétera. Después de escritas Les Fleurs du Mal, esos sustantivos se convirtieron para siempre en otros, la poesía francesa cambió de forma radical. Baudelaire lo consiguió gracias al singular estilo que extrajo de la tensión entre las hondas exigencias de su mirada y la pobreza de los elementos de que disponía: adjetivos nuevos e hipnóticos, sintaxis y rimas –que son también adjetivos- inéditas, omisión de adjetivos –que es adjetivar-, asociaciones insólitas de sustantivos –de las que brota un adjetivos por invisible más poderoso-, etcétera. El sustantivo no existe, tan maleable, se transfigura en lo que quiera la mirada fuerte. De esa metamorfosis el viejo Hugo dijo que significaba un “frisson nouveau”, se sabe.

Vivimos rodeados de criaturas y objetos para nosotros muertos, de un mundo que en nuestro interior perece sin cesar. Mueren por consabidos y así se nos tornan útiles; agotado su mensaje, permiten que nos apoyemos en ellos sin sobresalto. Esa calle por la que caminamos cada día, esa voz que acostumbramos oír sólo en relación con cierta actividad, ese parque que conocemos, se desvanecieron para nosotros en la constancia de su ser igual. Basta que pinten la calle de color distinto, que la voz suene en una circunstancia insospechada, que remodelen el parque, para que sintamos un estremecimiento, el frisson que provoca lo vivo.

Frisson es un vocablo neutro: Hugo fue muy preciso. El estremecimiento que la aparición de lo vivo provoca en la mayoría de nosotros es de desagrado. Morimos por comodidad, porque es más apacible estar rodeados de cosas muertas, que parecen ayudarnos, pero que, al no conmovernos, nos dejan morir. Cuando surge lo vivo, percibimos la ausencia de lo muerto que ocupaba ese lugar, lo muerto en que nos apoyábamos. Toda obra de arte original, todo adjetivo inédito, comienza por ocultar al sustantivo al liquidar la imagen consabida que se tiene de éste. El primer pintor que pinta un cuerpo humano de color verde lo torna menos inteligible en términos de información de uso, aunque esté pidiendo una intelección más profunda. La obra innovadora, al desagrado por la pérdida del cómodo mundo anterior, añade la irritación y el temor que causa lo desconocido. Es un inquietante huésped velado que encontramos en lugar del amigo a cuya casa fuimos a charlatanear un poco. Recordemos a Cicerón, el tonto archiconservador del idioma (que con sus malabarismos sintácticos empezaba ya a corromper el latín), escandalizándose por la sana y conmovedora forma en que Catulo hacía gritar a la lengua.

A muy pocos contemporáneos del nacimiento de una obra creadora les es dado experimentar ante ella el frisson positivo de la alegría, o sea percibir que la ocultación que tal obra opera constituye simultáneamente una revelación, una nueva epifanía del sustantivo del mundo, que, desembarazado de la difunta costra del uso, inicia otra vida a la que lo convoca el poder magnético de la mirada capaz de resucitarlo. Valéry respecto a Mallarmé. Pound que ve a Eliot, que ve desde el comienzo que Joyce, con su Ulises, es una reencarnación de los ideales de Rabelais, de Flaubert. Pocos.

Cuando la mayoría declara advertir el valor de la gran obra y comienza a reconocerse en su supuesto significado y se apoya en él[2] es porque la fuerza del nuevo adjetivo se tornó débil o nula, dejó de perturbar. En arte el constante y sonante espíritu utilitario reserva el aplauso general para la hora de la muerte, cuando la obra ya no puede impedir que se la convierta, en forma interna o externa, en mercancía.

(Dos corolarios:

A. Un profesor de literatura latinoamericana, mientras hablábamos de una novela en la que yo trabajaba, me preguntó con benévola avidez por las técnicas a las que apelaba, cuántos planos había en la obra, qué mezclas de lenguaje culto, coloquial, argot... Los profesores no saben qué hacerse sin lo que mi interlocutor llamaba técnicas; les sirven de manijas, aunque, aferrados a ellas, a menudo sacuden la cacerola con total ignorancia de lo que hay adentro. Uno de los resultados laterales de ese ardor profesional es el de empujar a los autores al uso de tan aterradores artefactos. Tales técnicas, derivadas de una intuición en su origen expresivamente eficaz, son adjetivos ready made, prefabricados para uso masivo, que delatan al pariente pobre entre los escritores, al incapaz de su propia visión plena. Y los ejercicios de lenguaje en los que se busca reproducir las hablas de los diversos estratos de una sociedad son por igual pruebas de pasividad creadora, intentos de reproducción fotográfica tan relacionados con el arte como el naturalismo más ingenuo. En lugar de cambiar la visión del lector se limitan a guiñarle el ojo respecto a una misma realidad que ambos contemplan con idéntica impotencia.

B. Si en el pasado las gentes empezaban a ver los ríos del mundo de color violeta por obra de un pintor de genio que así los representaba en sus telas, ese pintor que anda por el mundo tiñendo literal y materialmente los ríos con pintura demuestra cómo la vanguardia puede llegar a morderse con chata y trabajosa solemnidad la propia cola).



[1] La fotocopia presenta un sello a pie de página con la fecha 9 de agosto de 1970

[2] No está claro en la fotocopia la presencia o no en este lugar de una coma.

jueves, junio 29, 2006

Después de veinte años

Por H. A. Murena

Para LA NACIÓN

BUENOS AIRES, 1971

No se planta en verano la misma semilla que en otoño.

Hace veinte años publiqué en estas páginas un corto escrito sobre Roberto Arlt, que era de algún modo una oración. Pedía así para los que entonces empezábamos que su espíritu nos iluminara, decía que ése era uno de los modelos que nos conmovían. A partir de ese momento, ¿cuánto se ha escrito sobre Arlt? Y hoy tal vez sea distinto lo que me resulta posible decir de él.

Veía –veíamos- en Arlt una esperanza contra esa retórica mala, por muerta, que casi siempre gana la partida de las letras argentinas. Era el imaginador atrevido que no se dejaba entontecer por la chatura de lo real, sino que lo inventaba para hacerlo existir de verdad. Si Borges tácitamente reconocía y superaba nuestra incultura radical al jugar con la erudición, Arlt hacía a su modo lo mismo al desdeñar las normas y los fines consabidos, asfixiantes: para los nuevos, que nos habíamos descubierto de improviso pobres de autenticidad, se convertía en una consigna. Y en el fondo, hay que decirlo, lo que acaso nos atraía más era que fuese rebelde hasta el nihilismo, pues, ¿qué joven que lo sea no está poseído por ese nihilismo con el que habrá de barrer el mundo para construir en él su sueño?

Otra luz alumbra hoy mi lectura de sus páginas.

Releer a Arlt. Las peripecias que inventa resultan muy a menudo forzadas, no por imposibles –en arte nada lo es-, sino porque Arlt no les presta el amor artesanal capaz de volverlas posibles. Su lenguaje, pasmosa mezcla de clisés de cronista policial, estereotipos de pésimas traducciones españolas y giros de manual de redacción de comercio, constituye un monumento al conformismo de mal gusto: escritor como es, el lector debe hacerle siempre la concesión de seguir leyéndolo, debe levantarlo a cada línea, pues a cada línea se cae. Todo ello envuelto por influencias no entendidas, no asimiladas, teñido por un sentimentalismo melodramático, agitado por ideas confusas. Arlt practica la literatura dentro de los límites del periodismo folletinista, que tan escasa relación tiene con la literatura. Pese a trabajar con tinta negra, nos devuelve de tal suerte a la tradición de la retórica mala, alimentada por lo común por escritores que usan tinta rosa.

Sin embargo, ¿qué es Arlt?

No quiero ser injusto con este hombre a quien no conocí en persona, pero que me importó tanto, aunque fuera como un mito. Y la justicia del juicio literario estricto, con su dictamen negativo, parece en cierto modo inepta, como si dejase escapar algo vivo, algo que continúa latiendo a pesar del dictamen.

Se ha comparado a Arlt con Céline. Céline es quien, en el campo de las letras de este siglo, anuncia por primera vez en la forma más dramática –Kafka lo dijo en forma más honda- la Gran Desgracia para el espíritu. El nihilismo total que Céline despliega denuncia el nihilismo total que brota en el entero mundo humano. Pero las obras en que expresa tal nihilismo –verdadera ruptura estético-estilística para comunicar la tremenda ruptura del hombre consigo mismo- están en un sentido literario plenamente logradas. Así, al romper en forma literariamente perfecta con la literatura que se ha vuelto imposible porque el hombre se tornó inhumano, Céline dice que la literatura puede recomenzar, manifiesta esa fe en el hombre como salvador de abismos que es la raíz misma de lo humano.

El caso de Arlt resulta diferente. Es él, por cierto, quien anuncia entre nosotros la Gran Desgracia. Pero ¿cómo lo anuncia? Lo anuncia con libros que quedan devorados por su mensaje, deformados para siempre en su crispación por la mala nueva de la que les tocó ser vehículo. Libros en los que la literatura fracasa, aconsejan el fin de la literatura, rompen la fe en la continuidad de la cadena de los hombres, son suicidas. Y el suicidio es el único consejo que la vida no puede dar a los vivientes.

El mensajero que anuncia la Gran Desgracia es por fuerza de naturaleza angélica: nos advierte del peligro a los malvados o insensibles que lo callamos o no lo sabemos. ¿Arlt?: un grito, un gran grito angélico que pasa. Pero el arte es la conciliación tras la ruptura, es el intento de hacer persistir al grito en forma eterna, como prueba de la superioridad del hombre respecto de la desdicha.