Frisson Nouveau
Para LA NACIÓN
BUENOS AIRES, 1970[1]
A pesar de que sus contemporáneos lo acusaron de practicar “una política de Polichinela” y de cosas menos repetibles y de que él pareció darles razón al abdicar en 1918, había un campo en el que el kaiser Guillermo II poseía ideas claras y certeras: la literatura. No sé si ese hombre extravagante alguna vez soñó siquiera en practicarla; conozco lo que dijo –según uno de sus biógrafos- a su secretario: “Sí, mis cartas puede escribirlas usted, pero los adjetivos los pongo yo”. Los adjetivos, en ellos reside todo.
Baudelaire, poeta de escasos recursos expresivos e inspiración no rica en exceso, tenía sin embargo una mirada intensa. Tomó los mismos temas, los mismos “sustantivos”, que sus contemporáneos románticos, parnasianos: el arte, lo demoníaco, lo exótico, el amor, las perversiones, etcétera. Después de escritas Les Fleurs du Mal, esos sustantivos se convirtieron para siempre en otros, la poesía francesa cambió de forma radical. Baudelaire lo consiguió gracias al singular estilo que extrajo de la tensión entre las hondas exigencias de su mirada y la pobreza de los elementos de que disponía: adjetivos nuevos e hipnóticos, sintaxis y rimas –que son también adjetivos- inéditas, omisión de adjetivos –que es adjetivar-, asociaciones insólitas de sustantivos –de las que brota un adjetivos por invisible más poderoso-, etcétera. El sustantivo no existe, tan maleable, se transfigura en lo que quiera la mirada fuerte. De esa metamorfosis el viejo Hugo dijo que significaba un “frisson nouveau”, se sabe.
Vivimos rodeados de criaturas y objetos para nosotros muertos, de un mundo que en nuestro interior perece sin cesar. Mueren por consabidos y así se nos tornan útiles; agotado su mensaje, permiten que nos apoyemos en ellos sin sobresalto. Esa calle por la que caminamos cada día, esa voz que acostumbramos oír sólo en relación con cierta actividad, ese parque que conocemos, se desvanecieron para nosotros en la constancia de su ser igual. Basta que pinten la calle de color distinto, que la voz suene en una circunstancia insospechada, que remodelen el parque, para que sintamos un estremecimiento, el frisson que provoca lo vivo.
Frisson es un vocablo neutro: Hugo fue muy preciso. El estremecimiento que la aparición de lo vivo provoca en la mayoría de nosotros es de desagrado. Morimos por comodidad, porque es más apacible estar rodeados de cosas muertas, que parecen ayudarnos, pero que, al no conmovernos, nos dejan morir. Cuando surge lo vivo, percibimos la ausencia de lo muerto que ocupaba ese lugar, lo muerto en que nos apoyábamos. Toda obra de arte original, todo adjetivo inédito, comienza por ocultar al sustantivo al liquidar la imagen consabida que se tiene de éste. El primer pintor que pinta un cuerpo humano de color verde lo torna menos inteligible en términos de información de uso, aunque esté pidiendo una intelección más profunda. La obra innovadora, al desagrado por la pérdida del cómodo mundo anterior, añade la irritación y el temor que causa lo desconocido. Es un inquietante huésped velado que encontramos en lugar del amigo a cuya casa fuimos a charlatanear un poco. Recordemos a Cicerón, el tonto archiconservador del idioma (que con sus malabarismos sintácticos empezaba ya a corromper el latín), escandalizándose por la sana y conmovedora forma en que Catulo hacía gritar a la lengua.
A muy pocos contemporáneos del nacimiento de una obra creadora les es dado experimentar ante ella el frisson positivo de la alegría, o sea percibir que la ocultación que tal obra opera constituye simultáneamente una revelación, una nueva epifanía del sustantivo del mundo, que, desembarazado de la difunta costra del uso, inicia otra vida a la que lo convoca el poder magnético de la mirada capaz de resucitarlo. Valéry respecto a Mallarmé. Pound que ve a Eliot, que ve desde el comienzo que Joyce, con su Ulises, es una reencarnación de los ideales de Rabelais, de Flaubert. Pocos.
Cuando la mayoría declara advertir el valor de la gran obra y comienza a reconocerse en su supuesto significado y se apoya en él[2] es porque la fuerza del nuevo adjetivo se tornó débil o nula, dejó de perturbar. En arte el constante y sonante espíritu utilitario reserva el aplauso general para la hora de la muerte, cuando la obra ya no puede impedir que se la convierta, en forma interna o externa, en mercancía.
(Dos corolarios:
A. Un profesor de literatura latinoamericana, mientras hablábamos de una novela en la que yo trabajaba, me preguntó con benévola avidez por las técnicas a las que apelaba, cuántos planos había en la obra, qué mezclas de lenguaje culto, coloquial, argot... Los profesores no saben qué hacerse sin lo que mi interlocutor llamaba técnicas; les sirven de manijas, aunque, aferrados a ellas, a menudo sacuden la cacerola con total ignorancia de lo que hay adentro. Uno de los resultados laterales de ese ardor profesional es el de empujar a los autores al uso de tan aterradores artefactos. Tales técnicas, derivadas de una intuición en su origen expresivamente eficaz, son adjetivos ready made, prefabricados para uso masivo, que delatan al pariente pobre entre los escritores, al incapaz de su propia visión plena. Y los ejercicios de lenguaje en los que se busca reproducir las hablas de los diversos estratos de una sociedad son por igual pruebas de pasividad creadora, intentos de reproducción fotográfica tan relacionados con el arte como el naturalismo más ingenuo. En lugar de cambiar la visión del lector se limitan a guiñarle el ojo respecto a una misma realidad que ambos contemplan con idéntica impotencia.
B. Si en el pasado las gentes empezaban a ver los ríos del mundo de color violeta por obra de un pintor de genio que así los representaba en sus telas, ese pintor que anda por el mundo tiñendo literal y materialmente los ríos con pintura demuestra cómo la vanguardia puede llegar a morderse con chata y trabajosa solemnidad la propia cola).